La Entrada De Nuestro Señor en el Sufrimiento
May 3rd, 1981 @ 10:50 AM
Hebreos 2:9-18
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LA ENTRADA DE NUESTRO SEÑOR AL SUFRIMIENTO
Dr. W. A. Criswell
Hebreos 2:9-18
5-3-81 10:50 a.m.
Hoy, La Entrada De Nuestro Señor Al Sufrimiento. Es sobre toda una exposición de pasajes en Hebreos 2, Hebreos 4, Hebreos 5 y Hebreos 10: La Entrada De Nuestro Señor Al Sufrimiento.
En el segundo capítulo del libro de Hebreos, comenzando en el versículo 9 podemos leer:
Pero vemos a aquel que fue hecho un poco menor que los ángeles, a Jesús, coronado de gloria y de honra a causa del padecimiento de la muerte, para que por la gracia de Dios experimentara la muerte por todos. Convenía a aquel por cuya causa existen todas las cosas y por quien todas las cosas subsisten que, habiendo de llevar muchos hijos a la gloria, perfeccionara por medio de las aflicciones al autor de la salvación de ellos, porque el que santifica y los que son santificados, de uno son todos; por lo cual no se avergüenza de llamarlos hermanos, diciendo: «Anunciaré a mis hermanos tu nombre, en medio de la congregación te alabaré.» Y otra vez dice: «Yo confiaré en él.» Y de nuevo: «Aquí estoy yo con los hijos que Dios me dio.» Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, Él también participó de lo mismo para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, y librar a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre.
[Hebreos 2:9, 10, 14, 15]
La frase que aquí describe a nuestro Señor es: “…fue hecho un poco menor que los ángeles,” se hizo un hombre, hecho semejante a nosotros, “…para que por la gracia de Dios experimentara la muerte por todos. Para que… habiendo de llevar muchos hijos a la gloria, perfeccionara por medio de las aflicciones al autor de la salvación de ellos” [Hebreos 5:10].
En el capítulo 5 del libro de Hebreos, versículos 7 y 8:
En los días de su vida terrena, ofreció ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que lo podía librar de la muerte, y fue oído a causa de su temor reverente. Y, aunque era Hijo, a través del sufrimiento aprendió lo que es la obediencia; y habiendo sido perfeccionado, vino a ser autor de eterna salvación para todos los que lo obedecen.
[Hebreos 5:7-9]
Aquí se puede apreciar la palabra “perfeccionado.” Por la gracia de Dios, el autor de nuestra salvación fue perfeccionado por el sufrimiento:
Y, aunque era Hijo, a través del sufrimiento aprendió lo que es la obediencia; y habiendo sido perfeccionado, vino a ser autor de eterna salvación para todos los que lo obedecen.
Para nosotros, la palabra “perfecto” significa “perfección moral sin pecado”. Sin embargo, la palabra traducida como “perfecto” no tiene esta connotación en absoluto. El término griega es teleios. He preparado un estudio exegético de la palabra teleios en su forma sustantiva, verbal, adjetival y adverbial, pero no tengo la oportunidad de presentarlo por falta de tiempo.
Una de las penas que tengo acerca de mi estudio – estudio y preparo mucho – es que el 90 por ciento de todo lo que desarrollo no tengo tiempo de presentarlo.
Teleios, esta palabra traducida como “perfecto”. Teleios significa “el cumplimiento de la finalidad para la cual fue hecho algo”. Por ejemplo, un roble es el teleios de una bellota. Una bellota se hizo con el propósito de convertirse en un árbol. Así, el árbol es el teleios de la bellota. Se ha logrado el propósito por el cual se hizo la bellota.
Un hombre es el teleios de un niño. Si el muchacho se quedara niño, sería trágico. Estaría atrofiado. No llegaría a la meta para la cual Dios lo hizo. Un hombre es un teleios de un niño. Cuando el niño llega a la finalidad para la que Dios lo hizo, él se perfecciona. Se ha logrado el propósito para el cual Dios lo creó.
Ahora bien, cuando esa palabra es aplicada a nuestro Señor Jesucristo: “…agradó a Dios perfeccionar al autor de nuestra salvación”, la forma verbal de teleioo es “a través del sufrimiento“. “Aunque era Hijo, a través del sufrimiento, aprendió lo que es la obediencia”; y habiendo sido teleioo, “habiendo cumplido el propósito que Dios planeó para Él”, el plan que consistía en que el Señor fuera nuestro Salvador a través del sufrimiento.
Es por eso que Él vino al mundo. Él vino al mundo para sufrir y morir para que, después de haber logrado el objetivo – teleios -, Él fuera el autor de la eterna salvación para nosotros que recibimos su gracia amorosa y el perdón de nuestros pecados en Él.
En el capítulo 10 del libro de Hebreos, hay un magnífico análisis del propósito que nuestro Señor logró para nosotros: el teleios. Dice en el versículo 4: “Porque la sangre de los toros y de los machos cabríos no puede quitar los pecados”. Todo lo que hacen, dice el autor, es recordarnos nuestros pecados cada vez que son sacrificados. Tenían que repetir estos sacrificios una y otra vez porque estos no eran capaces de lavar los pecados para siempre. Pero nuestro Señor fue ofrecido una sola vez para todos. Hay poder en la sangre. Y en el versículo 5 leemos: ” Por lo cual, entrando en el mundo dice: “Sacrificio y ofrenda no quisiste, mas me diste un cuerpo”.
Ahora el versículo 7: “Entonces dije: “He aquí, vengo, Dios, para hacer tu voluntad, como en el rollo del libro está escrito de mí”. Él vino al mundo para cumplir el propósito de Dios para su vida, a sufrir y a morir, para que podamos ser salvos. Cuando pensamos en la entrada del Señor al sufrimiento, en los registros del Evangelio, la agonía del alma a la cual nuestro Señor se enfrentó en esos días está conmovedoramente descrita. Mientras estaba de pie en el umbral del propósito, alcanzó el teleios – mientras permanecía de pie en el umbral de su tarea de sufrir, lo hizo con angustia y agonía.
En el capítulo 12 del Evangelio de Lucas, nuestro Señor dice: “De un bautismo tengo que ser bautizado. ¡Y cómo me angustio hasta que se cumpla!” [Lucas 12:50]. Lo podríamos traducir por: “¡Cuán afligido estoy!” o “¡En qué agonía estoy hasta que se cumpla!”
En el capítulo 12 del Evangelio de Juan, cuando los griegos vinieron a verlo, esto le trajo a su mente la pronta expiación por la cual se ofrecería a Sí mismo en sufrimiento por los pecados de todo el mundo. Cuando llegaron los griegos, Él dijo: “Padre, sálvame de esta hora”. Luego, añadió: “Pero para esto he llegado hasta esta hora” [Juan 12:27].
En el capítulo 26 del Evangelio de Mateo, cuando los discípulos trataron de defenderlo, dijo a Simón Pedro: “Vuelve tu espada a su lugar, porque todos los que tomen espada, a espada perecerán. ¿Acaso piensas que no puedo ahora orar a mi Padre, y que Él no me daría más de doce legiones de ángeles?” Pero entonces, ¿cómo se iba a cumplir el propósito de Dios, el anuncio bíblico de su venida al mundo para morir por los pecados? [Mateo 26:52-54].
En el pasaje que acabamos de leer, en el capítulo 22 de Lucas, dice: ” Lleno de angustia oraba más intensamente, y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra” [Lucas 22:44]. Cuando nuestro Señor entraba en su tarea de sufrir por nuestros pecados, Él lo hacía en la agonía del alma.
En la notable profecía, para mi la más grande del Antiguo Testamento, el capítulo 53 de Isaías, en el versículo 10, el profeta dice: “Cuando haya puesto su vida en expiación por el pecado…” Y, en el siguiente versículo dice: “Verá el fruto de la aflicción de su alma y quedará satisfecho”.
Será expiatorio. Dios lo recibirá como suficiente para lavar todos nuestros pecados. Uno de mis próximos sermones se titula “El Misterio de la Reconciliación”, es decir que, en la muerte de Cristo, tenemos el perdón de los pecados.
La profecía: “Verá el fruto de la aflicción de su alma y quedará satisfecho” [Isaías 53:11]. No puedo entrar en eso: en la aflicción del alma de nuestro Dios.
“Cuando haya puesto su vida en expiación por el pecado…” [Isaías 53:10]. Puedo entender la crucifixión por la lectura, por las imágenes. Pero, la angustia de su alma, no sé cómo explicarla. Como el Señor se enfrentó a su misión del sufrimiento, lo hizo en una agonía de espíritu que está más allá de nuestra comprensión o entendimiento. Él vivía en el cielo. Y la tierra está tan llena de muerte, enfermedad, desesperación, sufrimiento, dolor y lágrimas, que debe haber sido una decisión de tremenda agonía dejar un reino tan hermoso y bajar a una tierra tan oscura. Pero, Él lo hizo porque nosotros estamos aquí y nos encontramos en la agonía de la muerte, la desesperación, las lágrimas y el dolor.
En los tiempos antiguos, se estaqueaba a las víctimas. Esa era la ejecución conocida en los siglos anteriores. Y, al traspasarla, la víctima moría en el acto.
Pero en la cruz, se quedaban allí por horas y a veces por días y días. No puedo asimilarlo. Tú lo verás, Dios. ” Verá el fruto de la aflicción de su alma y quedará satisfecho” [Isaías 53:11], la entrada de nuestro Señor en el sufrimiento.
En este maravilloso pasaje sobre el cual expongo este mensaje, el autor de Hebreos da tres cosas que conciernen a este teleios, a este propósito que nuestro Señor logró cuando vino a sufrir a este mundo. La primera: Dice que Él vino a sufrir para identificarse con nosotros, para que Él fuera como uno con nosotros. El versículo 11 dice, en el capítulo 2:
Porque el que santifica y los que son santificados, de uno son todos; por lo cual no se avergüenza de llamarlos hermanos, diciendo:
«Anunciaré a mis hermanos tu nombre, en medio de la congregación te alabaré.» Y otra vez dice: «Yo confiaré en él.»
Y de nuevo: «Aquí estoy yo con los hijos que Dios me dio».
Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, Él también participó de lo mismo para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, y librar a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre.
Ciertamente no socorrió a los ángeles, sino que socorrió a la descendencia de Abraham. Por lo cual debía ser en todo semejante a sus hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote en lo que a Dios se refiere, para expiar los pecados del pueblo. Pues en cuanto Él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados.
[Hebreos 2:11-18]
El primer objetivo, dice aquí la Biblia, de la venida de nuestro Señor al mundo para sufrir, era identificarse con nosotros; uno de nosotros, como nosotros.
Al pensar en eso, y sobre todo en los largos años de mi ministerio pastoral, no sé de otro denominador más común de la vida humana que las lágrimas, el dolor y el sufrimiento. El denominador común de la vida no es la riqueza, muchos de nosotros somos pobres. No es la fuerza y la salud, muchos de nosotros estamos enfermos. No conozco un denominador común mejor que sufrimiento, dolor y lágrimas.
El niño llora y decimos que son solo lágrimas de niño. Pero, para el niño son tan reales como las nuestras, el corazón roto, la decepción, el dolor, la tristeza de un niño.
Las lágrimas de los adolescentes, todo el dramatismo de algunas de las heridas por las que tienen que pasar. Sus lágrimas son tan reales como las nuestras.
Y las lágrimas de la edad adulta, las decepciones, las frustraciones, los sueños rotos que conocemos en la vida, y las lágrimas de la separación, la soledad, la vejez y la muerte.
Él vino a ser hecho como uno de nosotros, para que podamos ser uno con Él. Si hubiera venido a este mundo como el príncipe heredero, que vive en un palacio con una corona de oro y un cetro de diamantes, ¿cuántos de nosotros nos habríamos sentido cómodos en su presencia? Si hubiera venido a este mundo como el jefe de las huestes de ángeles brillantes, ¿cuántos de nosotros habríamos sentido “Él me entiende”?
Pero, después de haber venido al mundo pobre, como el amigo de los pecadores, golpeado, solo, hambriento o sediento, de alguna manera encontramos en Él a nuestro hermano. Él llegó a identificarse con nosotros. Y, en su obediencia, la Escritura dice aquí: ” Aunque era Hijo, a través del sufrimiento aprendió lo que es la obediencia; y habiendo sido teleios” [Hebreos 5:8]. ¿De cuántas formas tenemos que ser enseñados a ser sumisos en las duras providencias de la vida?
Al igual que en Job: “Jehová dio, y Jehová quitó; bendito sea el nombre del Señor” [Job 1:21]. O bien, las palabras de nuestro Salvador: “La copa que el Padre me ha dado, ¿no la he de beber?” [Juan 18:11]. En su sufrimiento, Él es nuestro gran, compasivo sumo sacerdote. El autor de Hebreos lo dice muy bien:
No tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado. Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro.
[Hebreos 4:15-16]
Él sabe todo acerca de las penas, las frustraciones, las decepciones y las lágrimas de nuestras vidas. Él es nuestro hermano. Aunque Él es Dios, Él es nuestro hermano. Ese fue el primer objetivo de su venida al mundo: Para que él mismo se identificara con nosotros, para ser uno de los nuestros.
La segunda razón, dice el autor, de su venida al mundo y el propósito, la perfección, el teleios, el logro de su vida, fue: ” …y librar a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre” [Hebreos 2:15].
Todos sentimos un doble temor a la muerte. En primer lugar, tenemos miedo a la muerte por instinto. Ese miedo lo tenemos en común con todo el reino animal. No hay criatura que no busque escapar de la muerte. Correrá. Luchará. Somos así en toda nuestra naturaleza animal. Instintivamente, tememos el impresionante acercamiento de la muerte.
Tenemos otro miedo a la muerte. ¿Qué hay más allá de la muerte? Si uno piensa en ello, es aterrador. ¿Qué hay más allá de ese pasillo oscuro, más allá de la laguna Estigia, como los griegos filosofaban al respecto? Más allá del sepulcro y sus sombras, como dirían los hebreos. ¿Qué es eso? ¿Qué hay adelante? ¿Qué hay más allá de las puertas de la muerte?
Nuestro Salvador vino para liberarnos de esa esclavitud y de ese miedo. En Él, en Su victoria sobre la muerte y la tumba [1 Corintios 15:55-57], ahora no experimentamos la muerte. Simplemente somos transportados a través de la puerta abierta al cielo. Es el camino de Dios que nos recibe en el paraíso: “La carne y la sangre no pueden heredar el reino de los cielos” [1 Corintios 15:50]. Mientras estoy en esta casa de barro, ni siquiera puedo ver el rostro de Dios y vivir [Éxodo 33:20].
La muerte, ahora, gracias al sacrificio expiatorio, a la victoria de Cristo, la muerte, ahora, no es más que la puerta al cielo. Y, ¿cómo son esas puertas, de qué están hechas? Son puertas de perlas [Apocalipsis 21:21].
La perla es la única gema hecha de la herida de un pequeño animal. La muerte es la puerta al paraíso, al cielo, y está hecha de perlas. A través del sufrimiento, entramos en el reino de Dios.
Mis hermanos y mis hermanas, Dios tiene un propósito sagrado para cada dolor que experimentamos en la vida. Hay una razón para ello y Dios propone hacer en nosotros algo hermoso. Así que en lugar de rebelarnos y amargarnos por todo lo que Dios envía en su providencia, permitámonos aceptarlo y ser humillados aprendiendo a apoyarnos en el brazo amable de Dios que nos fortalece.
¿No es eso el cielo? “No habrá más muerte, ni llanto, ni clamor, ni habrá más dolor, ni lágrimas, porque todas estas cosas pasaron”[Apocalipsis 21:4]. ¿Qué significaría eso para alguien que nunca ha llorado? ¿Qué significaría eso para alguien que nunca ha sufrido? ¿Qué significaría eso para alguien cuyo corazón no se ha roto? ¿Qué significaría eso para alguien que nunca ha sabido lo que es enfrentarse a la muerte?
Es en estas providencias de Dios, en las que nuestro Salvador es un hermano, por las que llegamos a conocer las riquezas de la profundidad, la altura y la anchura del amor de Dios en Cristo Jesús. Es por eso que Él vino: a sufrir.
Y, por último, la tercera razón:
Pero vemos a aquel que fue hecho un poco menor que los ángeles, a Jesús, coronado de gloria y de honra a causa del padecimiento de la muerte, para que por la gracia de Dios experimentara la muerte por todos. Convenía a aquel por cuya causa existen todas las cosas y por quien todas las cosas subsisten que, habiendo de llevar muchos hijos a la gloria, perfeccionara por medio de las aflicciones al autor de la salvación de ellos.
[Hebreos 2: 9-10]
¿Veis la imagen de eso? La gran multitud que nuestro Señor está dirigiendo al cielo, al paraíso, es una muchedumbre que Él ha salvado gracias a sus lágrimas, sollozos, sufrimiento y muerte. Esa clase de multitud santa es la que Él está llevando a los cielos. Él los llama: “…habiendo de llevar muchos hijos a la gloria” [Hebreos 2:10].
Oh Señor, todo peregrino debe tener un gran corazón. Cada ejército debe tener un general o un capitán. Cada Éxodo debe tener un Moisés. Y, para llevar a los santos de Dios al cielo, tenemos un gran Salvador, el autor de nuestra salvación.
En Efesios, capítulo 4, versículo 8, hay una magnífica imagen comparando la entrada al cielo de nuestro Señor junto a su pueblo con un triunfo romano: “Subiendo a lo alto, llevó cautiva la cautividad, y dio dones a los hombres”. Satanás está encadenado a las ruedas de sus carros. Y, acompañando al Señor en la gloria, están los santos que ha ganado, las personas por quienes Él ha muerto, las almas que Él ha salvado.
En esa gran multitud, conduciéndonos al cielo, están los pecadores, los ciegos, los lisiados, los heridos, los tristes, los que lloran, los arrepentidos. Estos son los santos que el Señor ha llevado – está llevando – a la gloria.
Viene a ser como cuando Dios guía a sus santos al cielo, cuando los santos van marchando. Estos son los que Él ha levantado de la cuneta, perdonado de sus pecados, dado fuerza, ayuda, esperanza, vida y salvación. Ellos van a seguir a nuestro Señor en ese gran tren hacia el cielo. El autor habla aquí de esto: “… habiendo de llevar muchos hijos a la gloria”.
Oh Señor, ¡qué maravilloso, maravilloso, incomparable precioso lo que Dios ha hecho al enviar a Su amado y único Hijo, identificado con nosotros, compasivo con nosotros, llevándose de nosotros el miedo a la agonía de la muerte y abriéndonos las puertas de la gloria, a través de las cuales un día iremos marchando, siguiéndole.